Por Oscar Muiño La Europa mediterránea disuelve la gran promesa de la Comunidad Económica Europea. El Estado de Bienestar agrietado, la productividad cuestionada, la insolvencia del sector público, el derrumbre del crecimiento vegetativo, la riqueza concentrada, los excluidos sin horizonte. El mercado declara la guerra. Quedan abolidas las políticas públicas. La democracia deja de ser lo que el pueblo quiere para convertirse en aquello que los mercados definen. Consecuencia: se está rompiendo el sistema de representación. Partidos socialdemócratas de antigua tradición pierden sus banderas y, desorientados, no saben enfrentar el nuevo orden. Las clases subalternas desprotegidas se niegan a convalidar ese pesimismo cósmico, abandonan su fidelidad de voto y mutan hacia formaciones nuevas. Sólo las derechas conservan gran parte de su presencia: ellas nunca prometieron el Reino de La Igualdad. El gran capital cuestiona las bases éticas, políticas, sociales y económicas del Estado de Bienestar. La caída del Muro en Europa oriental abrió el camino a la democracia política en el Este. También a un capitalismo desenfrenado. “Todo lo que cedimos para que los pueblos no se hicieran comunistas, ahora lo queremos de vuelta. Perdimos el miedo, y no hay razón para sostener tantas vacaciones pagas, horarios reducidos, compensaciones, prestaciones médicas y jubilatorias”. Una vuelta a la belle époque, los desiguales años previos a la Guerra de 1914. El mundo anglosajón ya había inventado una nueva economía y una política diferente. El neconservatismo político y el fin de los frenos al propietario. Ronald Reagan y Margaret Thatcher destruyeron la muralla construida durante un siglo de luchas sociales. La victoria neoconservadora fue aplastante en lo cultural. La socialdemocracia vio desaparecer el mundo en cuya construcción había tenido un rol decisivo. Los paradigmas se disolvieron, como para dar razón a aquella devastadora predicción de Carlos Marx: “Todo lo que es sólido se desvanece en el aire”. No todo es ideología. La mutación tecnológica deshace bastiones. La línea de montaje de producción compartida exhibía a los operarios la solidaridad de clase. La automatización reemplaza a los obreros por técnicos e ingenieros que deben asumir respuestas individuales e instantáneas. Para colmo, los migrantes –provenientes de naciones pobrísimas de África y Asia– desafían las conquistas sociales. Millones de personas sin derechos decididas a trabajar a cualquier precio acorralan a los sindicatos. Estos solo atinan a encerrarse en una actitud más propensa al corporativismo medieval de los oficios que al desarrollo de las fuerzas productivas. La socialdemocracia pierde su confianza en sí misma. La Tercera Vía de Tony Blair llevó al laborismo británico a la consolidación de la desigualdad. El truco eran nuevos derechos –vinculados con hábitos de conducta, la objeción a cuestiones como la cacería aristocrática– pero el pase del falso mago evaporó todo cuestionamiento social. El Partido Comunista Italiano, el PC más fuerte de Occidente, ya había girado hacia la socialdemocracia. Para hacerlo explícito, cambió su nombre por el de Partido Democrático de la Izquierda. A poco andar, mutó a Partido Democrático. Acaso este ejemplo exhiba esa falta de ideas sobre cómo enfrentar nuevos desafíos. Sabía que naufragaban los viejos paradigmas. En lugar de buscar las nuevas leyes para los principios de siempre, claudicó. El cineasta italiano Nanni Moretti, en Aprile, desespera por un debate por TV. Le ruega al candidato de izquierda que reaccione “¡Que diga algo de izquierda! ¡O por lo menos que diga algo!”. Una minoría no aceptó. Pero en lugar de atreverse a mirar el futuro, se atrincheró en el pasado. Seguir con las verdades viejas tranquiliza la conciencia. Los viejos dioses han perdido su poder pero los creyentes eluden la apostasía. Conservar un núcleo de convencidos, reacios a todo cambio y condenados a la extinción o la insignificancia. Tal dogmatismo clausura el futuro, pero alivia el sentimiento de traición (como suelen exhibir las películas del propio Moretti). Nuevo escenario Crisis de legitimidad política, exclusión social, estancamiento económico. La Europa mediterránea disuelve la gran promesa de aquella pujante Comunidad Económica. El Estado de Bienestar agrietado, la productividad cuestionada, la insolvencia del sector público, el desmoronamiento del crecimiento vegetativo, la riqueza concentrada, los excluidos sin horizonte.
Para colmo, nuevos actores irrumpen en escena: el dinero electrónico, invisible pero activo desde los fondos de pensión y grandes conglomerados capaces de torcer la suerte de la mayor parte de las economías. El capital muda de comarca, de país y continente, escapando de las leyes fiscales que comprometan su tasa de ganancia. Como si los nuevos flujos financieros no bastaran, llegan los productos del Lejano Oriente. Japoneses, coreanos y taiwaneses, tigres del Pacífico. Finalmente, la inmensa China –el eterno Imperio del Medio– rompió las premisas competitivas. Nadie podría rivalizar con mercancías elaboradas con costos laborales incomparables. Mientras los reformistas perdían la confianza, el capital desempolvó banderas que parecían desgastadas hace un siglo. Convirtió su propia racionalidad en sentido común. Quien viaje hoy por Europa mediterránea podrá asistir a una exacerbación nunca vista de la venta agresiva. No hay espacio para ciudadanos, apenas para consumidores. La ciudadanía, los partidos, el Estado, son desechados como obstáculos al nuevo sancta sanctorum: vender, vender y vender. La televisión ya deja de prestar servicios como la temperatura, y remite a SMS pago. Los pilotos de algunas aerolíneas son obligados a machacar las ventajas de servicios ajenos al vuelo. La sociedad de consumo –que pareció intolerable hace medio siglo– se revela como un modesto quiosco al lado del imperialismo del marketing. Otra muestra del deterioro: los museos estatales. Expropiados a reyes y aristócratas para educar gratuitamente a los pueblos, sólo están abiertos para quienes pueden pagar billetes cada vez más caros. Un símbolo del triunfo de la recaudación sobre las banderas de igualdad. La reprivatización del espacio común. El mundo que tendía a la igualdad en el Siglo XX hoy marcha en sentido inverso. Disfrazado tras el espejismo de la diferencia, destierra el sueño de equidad. Las patronales avanzan por doquier. Los socialdemócratas, abrumados, miran sin comprender y retroceden sin convicción. En Europa y en América Latina el capital concentrado ha logrado su viejo sueño: desacreditar la política, romper el encanto de los espacios públicos, reducir la sociedad a un inmenso mercado y a una supuesta racionalidad impotente. La nueva (vieja) política Pero la civilización abomina del espacio vacío. Alguien debe representar a los marginados, a los excluidos, a los disidentes. Acá nacen movimientos de ideología difusa. En Sudamérica diversos populismos aprovechan el cataclismo social causado por los neoconservadores de los ‘90 para invocar al pueblo y consolidar proyectos personalistas: un retorno al absolutismo real con cuatro siglos de retraso. Europa no tolera esta demolición antirepublicana pero acuna sus propios espectros. En 2007, el cómico italiano Beppe Grillo lanzó la idea del Vaffanculo Day. Su Movimiento Cinco Estrellas en 2013 logró 25,5 % de votos. Escuchar a Grillo es una experiencia dolorosa. Su éxito demuestra la profundidad del descreimiento popular en Italia, cuya existencia moderna es una prueba del talento de su sistema político. Otra historia es la de la Coalición de Izquierda Radical y Alexis Tsipras, flamante primer ministro griego. Con un programa de izquierda dura –él actuó en las Juventudes Comunistas– su partido encarna una rebelión contra el endeudamiento externo y las presiones de los organismos financieros europeos. La situación griega –muy semejante a la Argentina ahogada por la deuda externa– contiene una repulsa al papel de Alemania y pone en duda la conservación del euro. Bastaba leer al novelista Petros Márkaris y su personaje, el comisario Kostas Jaritos, para descubrir que la rebelión viene de lejos. También los españoles de Podemos se nutren en el movimiento de los indignados y las críticas a la globalización, con una dirigencia heredera de las tradiciones de izquierda (como una casualidad plena de sentido, su líder se llama Pablo Iglesias, igual que el fundador del PSOE). En Grecia y en España crujen partidos socialistas –de enorme tradición como partidos de poder– cuya racionalidad ahuyenta a sus votantes. Sienten que tal racionalidad les arrebata el futuro. La misma Francia sufre a una pérdida de poder y de prestigio. Los millones de magrebíes desencadenan el rechazo de los sectores obreros. Los bastiones comunistas votan hoy al partido antisistema: el xenófobo Frente Nacional. La CEE, imaginada por pensadores franceses –los más penetrantes– para terminar con las guerras alemanas, ve como se escurre el poder en una Europa que, cada vez más, va fijando su eje en Berlín. Lo que Alemania no consiguió en 1914 ni en 1939 parece lograrlo en 2015. Sólo la socialdemocracia nórdica goza de buena salud. Suecos, noruegos y daneses –y tal vez los holandeses– conservan sus sistemas de bienestar. Su honradez endémica prácticamente ha desterrado la corrupción. Esa virtud, acaso, permite conservar la confianza popular en la política. ¿Habrá que mirar hacia el norte y el frío? TOMADO DE ENVIO DE ESCENARIOS ALTERNATIVOS